Lo teníamos de manijero en aquel tajo de peonadas mal pagadas, de sol a sol y aprieto porque me toca. Había sido uno de los nuestros, pero su voz untada de aceite de servilismo le había abierto el camino para llegar, arrastrándose y con dos o tres traiciones en los bolsillos, a la casa del amo. El amo vio la oportunidad de que los obreros estuviéramos bien vigilados, sin rechistar y tragándonos un cuarto de hora de más en la faena, por más que pitara el tren de las cinco y mirásemos la cara del manijero, que se hacía el loco, simulaba tener que ir a hacer algo lejos de la gente y volvía cuando entre los braceros habíamos dejado en el bolsillo de tierra del amo más de tres horas de trabajo sin pagar. A los años sesenta les llegaba la década a la cintura y muchos de aquellos señoritos no permitían que un obrero llevara reloj al tajo para saber la hora, decían los canallas que se perdía mucho tiempo mirando la hora y que, además, la hora la marcaban ellos, o, mejor, sus manijeros, aquellos mixto-lobos domesticados que mordían carne de su propia casta.
Un día de campaña de recogida de la remolacha, tanta era la diferencia de jornal con otros tajos, y tanto apretaron los obreros mayores, que el manijero no tuvo más riles que ir a hablar con el amo, antes de que le dejáramos plantada la recolección. Pero no fue con voz de macho, fue con la boca chica de los cobardes, de los acojonados, y apenas insinuó el asunto de la subida, el amo le dio veinte voces, lo puso de maricón y dijo que iba a quitarlo de manijero. Llegó muertecito de miedo pidiéndonos por favor que no pidiésemos mucho, que podía jugarse el puesto. El amo nos subió, por no perder la cosecha y en la injusta medida de costumbre en aquellas tierras por donde pisaban autoritarias y bien amparadas sus botas de becerro. Al final, el desgraciado manijero se quedó entre dos frentes enemigos, el amo y los obreros, sin haber contentado a nadie. Nuestros sindicatos convocaron para salir hoy a la calle a pedir una «reforma empresarial». Tarde llegan, y mucho me temo que lo hagan con la boca chica, incapaces de subirse a las barbas del señorito. Quieren quedar bien con los obreros, pero no pueden dejar de mirar la cara que les ponen arriba, esa cara que ellos, los sindicatos, no quieren ver descompuesta, torcida, descontenta con el proceder sindical, no vaya a ser que se pierdan prebendas. Vivir para ver.